El ser humano, cuando nace, viene equipado con dos aspectos que
marcarán toda su vida de forma crucial; por un lado, la sentencia de muerte y,
por otro, la capacidad de tomar decisiones. Sobre el primero de ellos no podemos
incidir (o eso creemos) y, acerca del segundo, nunca terminamos de estar
preparados.
Pero la realidad es que, incluso en nuestra defunción, tenemos cierta
capacidad de maniobra. Podemos cuidarnos para mantener nuestra salud, podemos
minimizar los riesgos para sufrir menos accidentes e incluso, podemos negarnos
a morir. En este sentido me estoy refiriendo al deseo de vivir intensamente, lo
que ha hecho que muchos enfermos sigan milagrosamente vivos.
Mis queridos lectores saben que una de mis obsesiones incesantes es
encontrar qué es aquello que tengo que aprender. Por suerte, al finalizar el
2014, de la forma más tonta se me abrieron los ojos: es algo tan simple y
mundano como valorar el deseo de vivir. Parece una obviedad, pero querer vivir,
con todas sus letras, implica decirse a uno mismo que, a pesar de todos los
sufrimientos que nos acontecen, desearíamos volver a nacer; volver a pasar por
tanto desconsuelo y dolor sólo por el mero hecho de poder saborear un café en
una gélida tarde o hacer el amor de nuevo.
(Imagen de: http://esteesmisitioyestamitazadecafe.blogspot.com.es/2013/04/la-edad-de-la-nina-bonita.html)
Esta capacidad para apreciar la vida en su máxima profundidad se da la
mano con la otra dotación que recibimos al nacer: la capacidad para tomar
decisiones. Una capacidad que, si bien va a más con el tiempo, también es
cierto que se trata de un súper poder que nos cuesta manejar.
Como aprender es una parte inherente de la vida, estamos
constantemente sumidos en una tarea loca de aprendizaje y, desde luego, no es
una encomendación nada sencilla. Así es como damos constantemente un montón de
nosotros a otros y, aunque no queramos esperar nada a cambio, entendemos que es
un sistema que se retroalimenta de continuo. Para recibir hay que dar.
Cuando estaba terminando el 2014, en el mismo día recibí tres mensajes
inesperados. El primero, de un amigo con el que no hablaba desde meses atrás,
dándome las gracias por haberle ayudado en un momento de debilidad. El segundo,
de una persona que ya no recordaba felicitándome la Navidad y diciendo que se
acordaba de mí aunque no pudiese creerlo. Y el tercero, el que más agradecí, el
de un buen amigo del pasado que me pedía perdón.
No está nada mal acabar el año con un gracias, un recuerdo y un
perdón. Tras meses de intensa lucha todo sabía a recompensa.
Dándole vueltas a porqué alguien pide perdón tras un año de silencio,
te vas dando cuenta de que las perspectivas de cada persona son tan diferentes
que pueden volver un cruce de caminos en una auténtica encrucijada. Si sales a
la calle y te colocas en una esquina a observar personas, verás cómo de
diferente es la forma de pensar de la gente que pasa ante tus ojos por el
simple hecho ínfimo de según qué calle en qué zona elijas.
Somos culturalmente diferentes. Y lo que es más, somos humanamente
diferentes. Algo delicioso y complicado al mismo tiempo. La perspectiva de cada
cual nos lleva a pensar que los demás van
a su bola y que nadie piensa en nadie más que uno mismo. Parecen tiempos
difíciles para estar aquí por los otros. Pero es un error generalizar porque si
el ser humano tiene algo curioso en su interior es que te sorprenderá, para
bien o para mal, cuando menos te lo esperes. Es injusto pensar que los demás
pasan de ti y sólo buscan algo en su provecho. Porque sin duda, eso es lógico.
Todos necesitamos algo de los demás. De unos será su capacidad de escucha, de
otros su generosidad, su talento, su sonrisa… o su capacidad de amar. Pero
querer a alguien en tu vida es por un motivo de algo que te aporta. Reducir eso
al egoísmo es no darle la vuelta a la tortilla. Aportar
debe ser recíproco. Y así es como decidimos permitir que esa persona que nos
necesita también termine siendo para nosotros una necesidad. Si el dueto no
funcionase así, la situación sería tan esclava como inútil.
Y ante tantas disyuntivas pensamos que vivimos en soledad. Sin
embargo, la única desventaja de la soledad es cuando uno cree estar solo.
Al corazón no se le puede acorazar porque si se hace, pierde su
encanto natural. El encanto de volver a equivocarse, de volver a confiar, de
volver a enamorarse. El
corazón necesita ser frágil para estar alerta. Pide vulnerabilidad para
conseguir que lo quieran. Como contrapartida lo van a destrozar una y otra vez,
lo vapulearán sin compasión y nadie podrá evitarte más disgustos. Nadie podrá
conseguir nunca que dejes de sentir que te hacen daño. Sencillamente no se
puede dejar de sentir el dolor. Todos seguiremos pasando días grises agarrados
a la almohada, encerrados entre cuatro paredes haciéndonos la pregunta de por qué
no se nos corresponde o el por qué de la traición. Pero
afortunadamente ese momento es parte, para bien o para mal, de estar y sentirse
vivos.
Si al final del camino nos da tiempo a echar una mirada atrás y
deseamos volver, habremos cumplido con la principal de nuestras misiones: amar
la vida…
CADA.