Cuando los seres humanos no se atreven a probar algo en sus propias carnes recurren a los animales. Esta praxis es muy común y, supongo que, en parte, se debe a la capacidad animal para explicarle al humano cómo le ha ido con dicha prueba.
Me explico. No me refiero a testeos de cosméticos o medicinas, donde la observación a la reacción marca la pauta. Estoy hablando de cosas mucho más importantes, de proyectos de gran envergadura. Estoy hablando de Laika.
Laika era una perrita soviética muy lista. Pero un can, al fin y al cabo. ¿Por qué decidieron captarla? No creo que se levantase una mañana y le dijese a su dueño que había hecho unas pruebas para viajar en el Sputnik y estaba resuelta a ser astronauta.
La historia de Laika es la absurda leyenda de una heroína. Un ser real que vivió una auténtica aventura de ciencia ficción.
Sí; logró su sueño, llegó al espacio exterior y regresó del mismo. Ahora bien, ¿en qué estado volvió?
Vamos a ver. Contextualicemos el asunto. Así, en resumen, un grupo de científicos diseña una nave espacial que consigue poner en órbita. Una vez lograda la hazaña, quieren probar su nave, pero les entra el pánico escénico. Se echan a los chinos quién sube primero y se pega el voltio solito para comentarle al resto la súper experiencia. Los demás motivan al tonto de turno diciéndole: “anda, no seas bobo, te harás famoso por ser el primero que viaja al espacio. Esa suerte no la tendremos el resto”. Pero cuando el débil del grupo va a lanzarse a semejante locura, le entra un ataque de pavor y tienen que internarle en un hospital. Y ahora, ¿a qué pardillo metemos en la nave? En ese preciso instante aparece Laika feliz y sonriente. ¡Ya está! Los ojos de los científicos se abren como platos. Bendita solución.
¡Menuda idea! ¿Qué esperaban? ¿Qué Laika volviese como si tal cosa y, además, les contara lo fascinante que había sido el viaje y la vista aérea magnífica de la que había podido disfrutar?
Laika no tenía ni voz ni voto. Buscaron un casco de su tamaño y la embarcaron. Eso sí, era fundamental que regresara viva. Supongo que le dieron unas latas de carne y un microondas y ella se encargó del resto. También imagino que con su cámara de fotos tomó unas buenísimas instantáneas espaciales.
Todo el mundo sabe lo que había en la nave cuando abrieron la compuerta. Mmmmm… Tocaba perfeccionar la técnica. El siguiente paso, meter un mono. ¡Son más listos y manipulan objetos! ¡Este seguro que abre las latas!
Pero… ¿qué demonios les pasa a estos bichos? ¿Por qué todos vuelven tan delgados?
Entretanto, los pobres animalitos, incapaces para cocinar en el espacio sideral, pero con el suficiente talento como para ser realistas pensaban: “estos tíos parecen idiotas. ¿Y se supone que son la única especie con uso de razón? Meten un animal en una nave esperando que vuelva vivo para demostrar que no pasa nada por estar dentro de la misma. El espacio es mínimo. La comida racionada. Sin cuarto de baño. Hay que sobrevivir así 20 días. Ni tú mismo confías en el plan y esperas que yo, un ser inferior, sea capaz…”
Laika se entrenó durante meses para convertirse en tripulante. Sin embargo, los entrenamientos acerca de la supervivencia olvidaron un hecho fundamental: lo que cada ser vivo es capaz de sentir.
El estrés y el miedo extremo provocan respuestas incontroladas. Quizá nadie recordó explicarle a Laika en qué consistía su misión. Quizá, un simple perro callejero nunca estaría preparado para semejante proyecto. Por ende, la estupidez humana volvió a jugarnos una mala pasada.
De esta historia pudiera desprenderse un aprendizaje: ningún perro es nada sin su dueño. O, mejor dicho, detrás de un gran hombre hay un gran perro.
Como Yuri Gagarin, primer humano en viajar al espacio, citó: “todavía hoy no sé si soy el primer hombre o el último perro en volar al espacio”…
CADA.
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