Siempre me ha resultado muy curioso que la mayor parte de la gente
prefiera ver a escuchar. Me explico: si a la población sana que tiene la suerte
de conservar sus dos sentidos, vista y oído, se le pregunta que si tuviera que
perder completamente uno de los dos y pudiese elegir cuál, qué preferiría,
contesta (mayoritariamente) que opta por conservar la vista.
No es raro imaginar porqué la expresión una imagen vale más que mil palabras cobra tanta importancia. Sin
embargo, a mí me llama poderosamente la atención y lo es por una razón: el
aislamiento. Si observamos a nuestros mayores, que van perdiendo oído con los
años, también podremos constatar cómo este hecho les conduce a un cierto
aislamiento. No pueden seguir la conversación, por ejemplo, en una comida. De
hecho, los educadores de niños que padecen de sordera estarán de acuerdo en las
complicaciones que supone romper las barreras del aislamiento.
Pero preferimos ver. Nos cuesta abandonar la sola idea de dejar de
contemplar lo que pueda estar ante nuestros ojos; a pesar de que el cerebro
engañe a la vista, a pesar de las limitaciones espaciales que tienen nuestros
ojos.
No se trata sólo de que las palabras las lleve el viento. Es algo
mucho más profundo. Tiene que ver con la sordera humana en toda su dimensión.
La sordera que todos y cada uno de nosotros manifestamos continuamente. Me
estoy refiriendo a la incapacidad para escuchar y, aún más, la enorme capacidad
que tenemos las personas para hacer oídos
sordos.
Hace poco supe de esa famosa historia tibetana que explica porqué la
gente se grita cuando está enojada. Si tienes al otro al lado, no parece tener
sentido que haya que gritarle. La respuesta es que dos personas enojadas tienen
los corazones alejados, por lo que tendrán que gritarse fuerte, para escucharse
y salvar esa gran distancia.
En cuestiones de sordera mental aún podemos ser más discapacitados
porque, sin duda, el engaño más fácil es el autoengaño. Por lo que da igual
cuánto traten de explicarte algo intentando que lo reflexiones. Mientras
quieras creerte tu verdad, nadie podrá clarificarte nada.
Pensé que había dos cosas que debía empezar a hacer de forma
constante. La primera, no callarme. Dejar de permitir que la gente hiciera de
mi capa un sayo. Decir lo que siento. No morderme más la lengua. Si te quiero,
te lo digo. Si necesito algo, te lo pido. Si pretendo que vengas, te llamo. Sin
embargo, el error de base de mis argumentos está en que yo puedo hablar, pero
el otro puede no escuchar. La segunda cuestión era No dejar nada a medias
cuando deba llegarse hasta el final. Volvemos al mismo error exacto. El de al
lado puede no secundar el plan.
Así es cómo sigo teniendo la sensación de gritar y que nadie, aparte
del eco, me devuelva nada de viva voz.
Esta misma semana un amigo me dijo: “Cada, si además de ser buena e
intentar hacer las cosas bien te sientes mal, eso tiene otro nombre”.
Efectivamente, eso se llama (y que los lectores me perdonen) ser un completo
gilipollas.
Cómo ya estoy más que harta de intentarlo, he tenido que analizar
dónde estaba el fallo. Y no es otro que no haber pensado primero en mí. Aunque
suene egoísta, parece lógico recapacitar que si, de todo lo que queremos dar,
no nos reservamos un pedazo, es imposible que toquemos a nada.
Mi jardín tiene una valla y yo sólo puedo cortar el césped hasta el
límite de la misma. El
otro lado es de mi vecino. Cuando sus hierbas están tan altas que ya no se ve
su casa, trato de decírselo, pero él no escucha. Qué más da, si esa es su
parcela.
Pero al mismo tiempo, que el vecino no se extrañe si, algún día las
medidas que yo tome tengan que ser otras, porque su hierba empiece a invadir mi
terreno.
Porque, quizá, una imagen sí vale más que mil palabras; pero un hecho
es un derecho.
Porque no hay peor sordo que el que no quiere escuchar…
CADA.
Dedicado a N, porque este próximo 2015 te prometo que sí habrá
vacaciones, verás lucir mi sonrisa y terminará con una amplia satisfacción.
Porque no voy a permitir que nada se me vuelva a escapar entre las manos.
Porque seré más “despiadada” en lo que deba y más justa contigo y conmigo
misma. Porque no me van a
preocupar los sordos más que nuestras propias circunstancias.
Porque te lo debo
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