A la pregunta de si hay una especie de ente que maneja los hilos y ha prediseñado una clase de destino para cada uno de nosotros, no tengo respuesta. Lo que sí parezco ir descubriendo cada día es la posibilidad de que la vida sea un puzzle en el que se deben ir encajando las piezas poco a poco y, en igual medida, con cautela y pasión.
Cuando nos autodescubrimos cuán engañados estábamos con nosotros mismos, creyendo que nos haría felices todo aquello que era erróneo, encontramos la gran cantidad de paja que teníamos dentro.
No era necesario moverse del sillón para entender que, en esa misma posición, sólo había que cerrar de nuevo los ojos para volver a abrirlos. Y ahora sí, con otra perspectiva sobre las cosas, ya se está preparado para mirar.
Para empezar a entenderlo es preciso tomar conciencia de la persona que se es. Pero del ser por si sólo, sin estar en relación con nadie ni nada más. Es muy difícil verse a uno mismo en aislamiento, sin ser el hijo de nadie, el amigo de nadie, el trabajador de nada…¿Quién soy yo? ¿Acaso no soy el amigo de mis amigos? ¿No soy el que conduce mi coche? ¿El que trabaja en mi puesto? ¿El que vive en mi hogar?
¿Cómo puedo verme fuera de mi mismo, sin ser apegado a lo que tengo y reconozco?
La individualidad de la persona computa con la idea de que tomes las decisiones por ti y para ti mismo, porque si no te satisfacen no sirven. No se puede hacer nada por los demás si lo que hacemos no nos hace felices, primero, a nosotros.
Es como volver a intentar montar el puzzle y darse cuenta de que no se tiene el marco. Debes encajarlo todo; pero nadie más lo hace. De pronto, todo comienza a cobrar sentido y te sientes el mayor estúpido de todos los tiempos. La luz siempre ha estado ahí. La ventana siempre estuvo abierta. El mensaje era el mismo, pero la interpretación era diferente.
Cuando pienso en la posibilidad de que mi camino sea relativamente libre y pueda existir una guía que marque mi senda, cuando creo que algo podría estar colocando luminosos indicativos de la dirección adecuada, suelo imaginar una ruta compleja llena de cruces, rotondas, túneles y puentes. Un camino polvoriento bajo un sol abrasador repleto de rizos y bucles. Mi camino a seguir no es sencillo. Está abierto a toma de decisiones constantes. Yo tengo el poder de la última palabra. Ahora me desvío, o mejor sigo andando recto, o puede que cambie de rasante en la próxima cuesta.
Pero al unísono, hay una fuerza mayor, que no consigo saber si es externa o viene de dentro, dispuesta a que ciertas sucesiones de acontecimientos ocurran sí o sí. De esta forma, si por ejemplo es necesario llegar a conocer a alguien, esa persona estará esperando en la próxima intersección. Si por una extraña razón, en el último momento antes de llegar al cruce, tomo una salida, la extraña fuerza ajena buscará la forma de colocar a la persona misteriosa nuevamente sobre mi trayecto.
Antes o después llegará mi destino y lo único posiblemente diferente sean las vivencias acontecidas para alcanzarlo.
Y lo más curioso es que ni siquiera creo que mi destino se trate de mí. Mi destino, como el de cualquiera, va de equilibrio. En mi itinerario estás tú porque algo que haremos juntos será necesario para tercera personas.
Pero no conviene preocuparse con cómo funciona todo este tinglado porque, ¿sabes lo mejor? Siempre hay algo bueno esperando. La forma de lograrlo es yendo a cogerlo.
Como todos los demás, yo no sé de la vida. Sólo sé de la mía, que llevo tantos años viviéndola. Yo, sólo sé de mi vida; y, a veces, ni eso…
CADA.
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