Cuando volvíamos del que iba a ser nuestro último viaje, por
fin conseguí hacerte hablar. Tu mirada era distinta; mezcla preocupado, mezcla
no querer llegar. Alcanzar la meta era rozar el final. Me bajé y te supo a
derrota.
Nunca lo entendiste. No sabías qué era lo que te estaba
pidiendo. Al principio yo tampoco estaba muy segura. Quería que cambiaras, pero
no ser yo quien te hiciera cambiar. Era una incongruencia y un imposible.
Subí la escalera agotada y muerta de calor. Lo último en lo
que pensaba era en alejarte. Racionalmente suponía la lógica. Una historia de
libro. Lo que le hubiera recomendado a mi mejor amiga. Detenerlo cuanto antes.
Pero quise conferirle un final de amigos y te pedí que no
pensaras que estaba cansada. No eras tú quien me apartaba. Era yo; mi maldito
pragmatismo que había medido todos los ángulos. La conciencia de lo que no
encaja. La experiencia previa de sufrir demasiado; de cortar a tiempo lo que
sería inevitable.
Y mientras me preguntaba cuándo llegaría mi turno de
felicidad, tú respondías que entendías mi cansancio. Pero no lograbas
comprender cuánto me había enamorado...
Esperaba otra respuesta cuando, por fin, abriste la mano. Me
tumbé sobre la cama y respiré hondo. ¿Nada? ¡Todo había cambiado!
Recordé los últimos kilómetros en el coche, cuando te acusé
de estarme utilizando, de no saltarte el guión jamás, de crear la sensación de
no interesarte tanto, de evadirte, de vivir acomodado sin importarte lo que sintiera,
de no regalarme nada de tu ocio, de no querer hablar, de no intentar
arreglarlo. Querías argumentar en contra, pero se te ahogaban las palabras.
Decidiste dejarlo.
Lo pasábamos tan bien juntos… Habíamos congeniado.
Me mareé al leer tus palabras y, al reconocerlo, quisiste
confirmarlo.
Continuar seguía sin ser una buena idea. Tú no querías
perderme y yo, no quería afrontarlo. Para nuestra historia no existiría un
bonito final. Insistías en creer que, eternamente, podríamos prolongarlo.
Imposible con mi frustración, con tus dudas, con el vacío del tiempo. Era
caminar sobre polvo y a ti también te hacía daño. Cualquier persona habría dado
carpetazo.
No teníamos la solución. Al contrario que en la mayor parte
de los casos, conocíamos todas las preguntas, pero ni siquiera podíamos ansiar
las respuestas.
Cualquier mujer hubiera deseado oír el timbre en ese
instante. Abrir la puerta y premiar con un beso. Pero hasta para mí sonaba
rancio. Me sentí como un perrillo que espera a su dueño en la ventana. Pero tú nunca
volverías. Entonces lo entendí. El amor es el sentimiento en sí. No va de lo
que quiero de tí, ni de lo que quieres tú de mí. Va de quererte a ti y quererme
a mí sin más. Sin pedir nada, sin esperar nada. Sin volver a hacernos preguntas
sin respuestas. Una mujer enamorada se cuestiona, pero vivir ciega de amor es
lo que la corresponde.
Pasé por todas las fases en tan sólo unos minutos. Dejarte,
olvidarte, anhelarte, no querer apartarte y, finalmente, decidir vivir por lo
único que tuviera delante. No fustigarme más por lo que me gustaría que fuese.
Aceptarte como eres. Agradecerte lo que das y corresponderte en su justa
medida, con la misma cantidad e intensidad.
Yo ya sé cuánto cuesta querer. Pero no estoy dispuesta a
renunciar a mi forma de ser. Si entrego, lo hago con pasión.
(Imagen de: theblogoflidia.blogspot.com)
Traje a mi memoria la primera vez, cuando te preguntabas
cómo podía ser capaz de mantenerme fría. Entonces pensé que tenías demasiadas
pretensiones para lo que significabas. Pero tuviste la paciencia de llevarme a
tu terreno y ganarme poquito a poco.
Hoy estamos solos.
El amor no es imposible, pero creí que no era para mí.
Otra vez me equivocaba. Porque no se trataba de darle el
formato perfecto para encajar en una vida perfecta. Una vida que ya había
tenido y desechado. Debía de entender que esto era lo que había hoy; aquí y
ahora. Y que por qué iba a rechazarlo. Por qué me lamentaba de lo que no era
capaz de mantener en lugar de disfrutar lo que sí podía poseer.
Te iba a echar de menos cada minuto que no estuvieras. Pero
eso era parte de vivir esta historia interminable. Parte de su intensidad.
Parte de su sabor dulce y amago.
Me sentí como la protagonista de un cuento de hadas, aunque
a ésta nadie la iba a entender jamás.
Vino a mi mente la frase de un ser querido días atrás: “Disfruta
de la vida. Disfruta del paseo”.
¿Qué me estoy reprochando a mi misma? Después de tantos
errores, ¿cómo iba a aprender a apreciar la vida sin vivirla? Intentando
siempre colocar las cosas en hilera sobre una línea recta en la que todo es
políticamente correcto pero está vacío de sentido.
Ya no es egoísta no continuar pensando. Ya no tiene razón de
ser permanecer justificando. Porque la vida sólo es un paseo y tengo que
aprender a deleitarme en su tránsito.
Así pues, serás como un fantasma que no existe, que nadie ha
visto, que de mi cama vuela y en mis noches de llanto, en mis lunas a secas, en
esas que tenga que llenar tu hueco y suplir tu ausencia, entre los largos vanos
del tiempo y las escasas horas que nos quedan, atesoraré cada minuto pasado contigo
con el buen sabor que dejaste en mi boca; para no mantener la esperanza de tu
vuelta consintiendo que, ésta, es nuestra historia…
CADA.
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