Es un hecho constatado que la vida no es un camino de rosas, tampoco creo, como afirman algunas tradiciones, que sea un valle de lágrimas y que estemos aquí para sufrir. Realmente, estoy convencido de que el sentido de la vida es crear un desarrollo, o dicho simple y llanamente: Crecer.
En ese proceso de crecimiento que se inicia incluso antes del nacimiento (cada cual establezca la línea donde considere conveniente) hay multitud de sentimientos y emociones. A lo largo de nuestra existencia hemos conocido y conoceremos el dolor, la alegría, el fracaso, la frustración, el anhelo, el deseo, el desencanto, el amor…La lista sería interminable. Lo importante es caer en la cuenta de dos cuestiones fundamentales, por un lado, para que haya desarrollo es necesario que exista una meta, un objetivo vital que nos impulse hacia delante en los momentos de desconcierto y oscuridad, es lo que llamamos compromiso y os he expuesto algunas reflexiones al respecto en posts anteriores.
Hoy me gustaría hablar de la otra cuestión fundamental. Dicho sea de paso, desde una reflexión completamente personal y que no pretende ser ni académica ni ejemplificadora. Aunque también es cierto que no es simplemente autobiografía, no vaya a ser que alguien se sienta identificado y no estoy aquí para herir susceptibilidades. Supongo que todos habéis tenido la experiencia, yo también, de empeñaros en una situación que no tenía solución o cuando menos, que esa solución quedaba fuera de vuestro campo de actuación. Pues bien, desde mi punto de vista, es el momento adecuado para decir “Adios”. Aunque claro, hay formas y formas.
Si le tuviera que dar un nombre, quizá la palabra más adecuada sería “desapego”, así pues, hay momentos para el compromiso y momentos para el desapego. Muchas de las desgracias que nos pueden llegar en la vida provienen de no saber diferenciar entre uno y otro. Por supuesto, muchas de las alegrías también se derivan de haber sabido retirarse a tiempo. Como reza el antiguo proverbio: “Dame coraje para resolver lo que está en mi mano, fuerza para aceptar lo que no y sabiduría para diferenciar entre ambos”.
Hasta aquí la teoría es fácil, pero el desprendimiento, por definición, duele. Y cuanto mayor ha sido el empeño, mayor dolor ocasiona. El primer objetivo en aras del crecimiento personal es que ese dolor sea útil. Si me permitís poner un ejemplo un tanto trivial, es como hacer limpieza en el armario. Uno tiene que decidir si quedarse o no con aquel jersey, tan bonito hace años, pero que ahora ha pasado de moda y no sirve más que para ser nido de alguna polilla oportunista. De nada sirve deshacerse de él si en cuanto vuelvan los rigores del invierno, lo echamos de menos.
Tampoco nos conduce a nada, si no lo sustituimos por otro que en el momento presente nos siente mejor, no vaya a ser que de tanto echar en falta la prenda que perdimos, se nos olvide ir a comprar la nueva.
Aquí es donde el desapego ejerce su poder curativo y su influencia en el crecimiento. Renunciar a algo genera, inmediata e inevitablemente, una crisis que nos permite reevaluar y en su caso, reorientar nuestras metas. Así, la momentánea desorganización que genera la renuncia, sirve de acicate y propulsora del desarrollo personal. Me gustaría realizar aquí un pequeño inciso. Daros cuenta de que renuncia es la causa y no la consecuencia del desarrollo. Si consideramos que debemos renunciar a algo valioso porque perjudica nuestro desarrollo personal, tened cuidado, es más que probable que sea la falta de compromiso la que se vista de falso crecimiento. Si esto nos sucediera, corremos el riesgo de convertirnos en aquella vaca, que siempre consideraba que el mejor pasto era el del terreno que tenía al lado, por lo que nunca se decidía a comer de ninguno. Cuando el desarrollo es la excusa que nos ponemos a nosotros mismos para abandonar una situación, el dolor no es útil ni fructífero, es solo una lacra que oculta el verdadero problema, en una eterna huída hacia delante que nos lastima tanto a nosotros como a quien nos rodea.
Desprenderse de cualquier circunstancia, ya sea un objeto, una relación o un viejo hábito también supone un ejercicio de generosidad importante, sobre todo cuando esa decisión afecta a terceras personas. Muchas veces nos empeñamos en continuar con una historia, simplemente por lo que fue y no por lo que es en este instante. Renunciar exige un ejercicio completo de perdón, para no recordar eternamente el daño sufrido. Renunciar exige humildad, para reconocer los propios errores. Renunciar supone paciencia, para caer en la cuenta de que la única forma de construir es destruir los antiguos pilares inservibles. Y renunciar exige, finalmente, caer en la cuenta de que el verdadero Amor no es un sentimiento más o menos precioso que se genera en el sí mismo, sino una actitud de compromiso para con otro, no porque lo necesite, sino simple y llanamente porque haber compartido un tramo de mi camino, me ha hecho ser mejor persona. Así pues, cuando tengamos la tentación de encadenar a alguien, al menos parémonos a pensar si es nuestro ego el que maneja los hilos y si no estamos buscando nuestra propia satisfacción sin importarnos el grado de felicidad que generamos en los que nos rodean.
Un enorme abrazo a tod@s y feliz semana.
EDU
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