El otro día me encontré a un antiguo amigo de mis padres. Se mantuvo con él la clásica conversación en la que te preguntan sobre tu familia, tu situación actual, etc. Entonces, me consultó acerca de mi hermano y cuando le dije que estaba trabajando demasiado contestó en tono sarcástico que eso es lo que debía hacer. Traté de explicarle su situación actual, complicada porque le faltaba personal en la empresa. Pero él seguía muy insistente persistiendo en la idea de que es joven y eso es lo que debe ser.
Esto me dio mucho que pensar. Está bastante relacionado con cómo es esa generación, lo que tiene en la mente y la pena que me da que piensen así. Me refiero a la generación de nuestros padres. Esos señores que ahora están entre los 60 y 80 años más o menos.
¿Os habéis dado cuenta de que su mentalidad es “vivir para trabajar”? No se trata de un reproche, ni mucho menos; sólo es una observación que ha marcado en nosotros una profunda huella. Ni peor ni mejor. Sólo diferente.
Esa generación trabajaba de sol a sol. En muchos casos, aunque ya se hayan jubilado, siguen apareciendo cada día por sus negocios, regentados por sus hijos, con la idea de que sin ellos no pueden marchar bien las cosas. No se trata de que no se fíen de sus hijos, sino de que no saben hacer otra cosa. Es lo que siempre han hecho: trabajar. Y como así es como deben ser las cosas, el disfrute personal se mira con ojos supervisores. El trabajo es más importante. Los beneplácitos propios se pueden, siempre, postergar. Con esos firmes ideales hay una lectura de trasfondo que nos recuerda que nuestros padres nos lo han dado todo en la vida y, por ello, ahora debemos devolverles su colaboración. Los hijos estamos en la obligación de cuidar a nuestros padres.
Siendo irónicos. Pensemos por un momento. Cuando decimos que los niños de ahora lo tienen todo, quizá nos esté doliendo un poquitín que, a nosotros, nos costaba mucho cada cosa que conseguíamos. ¿Qué nos daban nuestros padres? Para la mayoría de nosotros la infancia no fue, precisamente, opulenta. Los padres de entonces nos proporcionaban alimento, ropa limpia y cuidados sanitarios. No faltaba el plato de patatas guisadas, nuestra ropa era heredada, pero estaba perfecta. Si estábamos malos íbamos al médico y nos cuidaban en casa.
¿Vais entendiendo a lo que me refiero? Una perspectiva completamente diferente. Estar sano, limpio y ser correcto con los mayores era lo importante. Hoy en día, queremos proporcionar los mejores alimentos, ropa a la última, clases de idiomas, música, vacaciones etc. Primamos la formación y la información y, convertimos en un ideal que nuestros hijos alcancen sus objetivos.
A veces, miro hacia atrás y pienso que nos ha salido muy caro el plato de patatas guisadas. Esos ideales nos han transformado en una generación trabajadora; pero también luchadora. Nuestra lucha es la de reconvertir la expresión: “no vivir para trabajar, sino trabajar para vivir”.
Basta!! La vida es dura, sin duda. La vida, también es corta. Pero lo que en mi camino he aprendido es que es ancha. Puede darte tiempo a mucho si lo aprovechas con entusiasmo. Lo verdaderamente importante está en las cosas más pequeñas, en las que nos hacen sentir bien. Los objetivos relacionados con afecto, con otras personas y con pequeñas satisfacciones personales son lo que nos liberan.
Hoy, debemos seguir siendo educados y correctos, debemos seguir siendo trabajadores y debemos seguir cuidando los aspectos formales de nuestros hijos para construir una buena sociedad del mañana.
Pero que nadie se llame a engaños. Ahora jugamos más con nuestros hijos, les enseñamos más mundo y les ofrecemos más posibilidades. ¿Debemos auto-castigarnos por querer ofrecer otras perspectivas? ¿Debemos sentirnos mal por, además de trabajar, disfrutar de la vida?
Quien tenga oídos para escuchar, que escuche. Quien tengo ojos para ver, que vea Y quien tenga sus sentidos alerta para querer llegar más lejos, simplemente, que no se detenga…
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