El
título de hoy hace referencia a un tema que
CADA dejó abierto la semana pasada: esa delgada línea roja que separa la
consecución de un sueño de la búsqueda infructuosa de una quimera. O lo que
es lo mismo, la delgada línea que separa la fantasía del sueño.
Ser
soñador no es en sí algo que debamos evitar, el problema es cuando consideramos que la única forma de ser
felices es soñar sin descanso y que las inevitables frustraciones de la vida
son la indicación de que debemos cambiar de sueño. Los sueños no están para
soñarse, sino para vivirse.
En la consecución de mis
objetivos personales siempre hay pequeñas frustraciones que me obligan a hacer reestructuraciones
en mi realidad, del cómo afronto las inevitables dificultades dependerá muy
mucho si mis sueños terminan convirtiéndose en mi vida o si por el contrario no
son más que quimeras inalcanzables que me impiden vivir el día a día.
Cuando
desde una perspectiva cercana a la filosofía “nueva era” hablamos de vivir el
presente, lo que queremos decir es que los
pensamientos son una energía volátil que necesitan ser manifestados en el mundo
físico. La frustración constante de esos pensamientos termina degenerando
en millones de sustancias químicas pululando por nuestro interior, con el
resultado de mantener una de las creencias más mortíferas que existen para
nuestra felicidad y bienestar físico y mental: “la vida es parca en recursos y
lo que tienes tú no lo tengo yo”. Esta creencia es una gran mentira, porque la
vida es abundancia y además es un virus mental que nos envuelve en un vacío
existencial de dimensiones incalculables.
Vivir el presente significa
saber que somos capaces de materializar, de actualizar, de llevar a la realidad cotidiana lo que
pensamos. Pero no significa que por ello la realidad vaya a ser más
condescendiente de lo que ha sido hasta ahora. Si consideramos las dificultades
como un argumento del abandono, nunca llegaré a ningún sitio. Esa energía que
me ayuda a perseguir los sueños a pesar de las dificultades es lo que llamamos
compromiso.
Es precisamente en las
dificultades donde se labran las habilidades necesarias para alcanzar los
objetivos fijados, así que
la ausencia de dificultad nos haría llevar una vida monocorde sin posibilidad
de aprendizaje. Es precisamente el deseo
de solventar los problemas lo que nos ayuda a salir de la tan conocida “zona de
confort” donde nos encontramos y la que nos permite reestructurar nuestro
sistema de creencias de tal forma que cambie también nuestra perspectiva de la
realidad, que se modifique, literalmente, lo que vemos.
Así,
ambas partes de la ecuación son
igualmente imprescindibles, tenemos que soñar a lo grande, sin limitación,
sin miedo. Pero una vez que ese sueño nos invade, nos llena y hace que recorra
nuestra espalda con una ola de reconocimiento existencial, ese cosquilleo
inconfundible que nos hace gritar “Es esto”, el sueño ya no tiene sentido. Es hora de meter las manos en el barro y de
crear. Porque desde Aristóteles la humanidad sabe cuán lejana está la
posibilidad de hacer algo de hacerlo realmente.
No
podemos llevarnos a engaños de última generación, las nubes no son el agua ni sirven para dar de beber a las plantas. Los
cielos nublados no hicieron la vida. Es posible que nosotros creemos los
obstáculos de la vida, pero sólo para probarnos a nosotros mismos hasta donde
podemos llegar y la meta en último término no es otra que el infinito.
Es
cierto que somos seres eternos, inabarcables, especiales. Pero al fin y al cabo
nos movemos en una realidad física que impone sus limitaciones. No podemos
negarlas si queremos trascenderlas, porque el
desarrollo personal no es un opio nuevo, es la auténtica motivación de poner en
marcha todos los recursos para alcanzar las más altas cotas de realización.
Tampoco
significa que las dificultades sean el motivo de la frustración, son lo que
son, una vez más. De nosotros depende patalear como un niño al que le han
robado el caramelo o caer en la cuenta, de una vez, de que el Universo tiene
todo lo que deseamos, pero precisamente
el tesoro está en la búsqueda, no en la meta. Hacer, en sí mismo, es el premio.
Si
fluir (esa palabra tan de moda y tan tergiversada) es la condición para la
felicidad humana, significa fluir con los problemas, poner en marcha todas las
habilidades disponibles para sortear los obstáculos del camino, no rendirse en
la primera oportunidad.
Si buscamos sólo el placer en
la falsa idea de que esa es la condición del alma limpia, el alma limpia estará
condenada debajo de kilos de basura emocional, detritus de los millones de sueños que no pudimos o no nos
atrevimos a alcanzar. Sin complejos, sin frustraciones, sin enfadarnos con una
realidad que al fin y al cabo es la que es, pero poniendo en marcha todas las
habilidades que nos hacen levantarnos precisamente porque no nos quedamos
tendidos en el suelo, soñando que algún día, por arte de magia, la vida se
resolverá sola. Porque la vida, es lo que haces con ella, no lo que soñaste que
sería.
Feliz
semana para tod@s
EDU
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