LA TEORÍA DEL CAOS

Existe un conocido refrán que reza: “recoges lo que siembras”. Esta cita acopia, a mi modo de entender, una doble moralidad. Por un lado, la esperanza de que las buenas acciones serán recompensadas y, por tanto, más vale hacer las cosas convenientemente. Pero por otro, la impresión de que si hacemos algo por bien, por el simple hecho de realizar una buena obra, no deberíamos esperar nada a cambio. La bondad debe ser desinteresada. Hacer un favor a alguien no tendría que dar por sentado una compensación. Y, de hecho, cuantos más caminos recorro y menos me importa si la gente me responde o no, más feliz me siento. Quien no espera tampoco desespera. El desinterés es tan altruista como pasota.

Sin embargo, la vida es cíclica sin más y todo aquello que así debiera, verá la luz algún día.

El sábado pasado estaba tomando café con una amiga que se preguntaba por qué yo no había luchado contra una causa aparentemente justa y, simplemente, me dedicaba a esperar. Cuando le dije que la razón prioritaria era intentar no llenarme de rabia y tener la paciencia de poder sentarme algún día a observar sin más, me miró con ojos de asombro y me dijo: “yo no creo que eso sea cierto. Yo no creo que en la vida todo esté compensado algún día”.

Hace poco alguien, con opinión completamente contradictoria, comentó: “la vida es justa”.

Yo no sé cómo de justas o injustas son las situaciones o la propia vida. Pero sí he experimentado que esperar puede llegar a ser más placentero. También sé las palabras que escribí meses atrás a un buen amigo que emigró: “No le des a esta vida de mierda ni una sola oportunidad de decirte que algo no ha merecido la pena”.

Pero aunque en ocasiones la vida pueda ser una mierda, el resto del tiempo es como tú quieres que sea. Y, aunque parezca mentira, ese resto del tiempo es la gran mayoría del mismo. Por eso merece la pena aprender a ser paciente, a buscar y encontrar un momento mejor; y, entre tanto, dedicarse a otros menesteres que seguro no serán pocos…

La semana pasada escuché con gran sorpresa a quien me aseguraba: “tienes unas tragaderas inmensas. Mucho más que la mayoría de la gente. Una capacidad enorme de tragar con todo y esperar un momento mejor”.

Créeme, siempre hay un momento mejor si este instante, por la razón que sea, no es ahora.

Pero para sorpresa de la vida, aunque no busques la compensación, ésta termina llegando. Está en los gestos más pequeños de las personas que menos imaginas. Esos detalles ínfimos que te hacen sentir bien. Lógicamente, como humanos que somos, adoramos esas contraprestaciones. Una simple nota de agradecimiento colgada en la parte de fuera de tu puerta sin previo aviso, unas palabras bonitas sobre la mesa de tu escritorio, una llamada cariñosa pidiéndote apoyo, un mensaje reconfortante durante una comida, unos ojos brillantes que te piden que les esperes…

Y esos ojos, precisamente son esos ojos, en los que meses atrás descubrí reflejado mi propio caos. El caos interior que existe en cada uno de nosotros y que vuelve nuestra existencia más caótica cuando le consentimos que salga fuera y lo desbarate todo.

Una primera caña allá por el mes de abril contigo fue como colocarme delante de un espejo. Una conversación en la que encontramos una nota tan común como llamativa. Una vida aparentemente desordenada colmada de locura y desenfreno. La sensación de estar subido en una bicicleta que no tiene frenos y bajar a toda velocidad una cuesta con una inclinación del 17%. Cuando cometes una osadía semejante hay un puntito en el que sientes que el manillar empieza a vibrar y que el control del mismo se escapa de tus manos. Te encomiendas a todos los santos pensando que te estamparás contra el suelo; pero, de pronto, sujetas el manillar con firmeza y piensas que puedes salvar el momento. Es la brizna de seguridad en ti mismo que hace falta para que dentro del desorden haya un orden.




Tú y yo tenemos el caos en común. Y eso es tan atractivo como caótico.

La teoría del caos sólo puede revelar que es difícil explicar ciertas cosas. Es un populismo que necesitamos personas como tú y como yo. Personas muy dinámicas que ya hemos experimentado que un simple, y aparentemente leve, giro del destino puede tener consecuencias significativas.

Jugar a dominar el caos es delicioso. Se trata de un juego para el que muy pocos están preparados. Hace falta una mente fría, capaz de pararse en medio del bullicio y saber qué necesita para no consumirse. Hace falta un espíritu enérgico, capaz de moverse deprisa y de improvisar las permutas. Hace falta un interés ferviente por seguir adelante en medio de la tormenta, capaz de no perder cuál era el objetivo que propició la búsqueda. Capaz de no rendirse nunca. Capaz de saber esperar el momento adecuado…

Las personas que vivimos en la vorágine del caos nos divertimos batallando con el mismo. Cada día supone un reto difícil que es precisamente lo que nos hace ponernos en pie. Sin ese caos, no sabríamos estar vivos. Pero pocos lo entienden, a pesar de los asombros que genera y de las admiraciones que despierta.

Cuando coincides con uno igual que tú, cuando te ves reflejado en el espejo, te alivia la sensación de la comprensión del otro. Y aunque caos más caos, es caos multiplicado por dos, los días pacíficos son quimeras. En el fondo, y también en la superficie, se adora el reto.

El salvajismo del caos provoca que las vacaciones sean breves pero mejor valoradas. Cualquier minuto de relax se saborea intenso. Y, sin duda, se está pensando en cómo volver al caos de nuevo.

Afortunadamente, como ya pronunció Antonio Vega: Y es que hoy, aún quedan ojos que mirar. No se oiga ni una queja más

CADA.

P.D.: A Q, por tu caos. Sin el que no sabes cómo vivir y sin el que yo tampoco sabría estar, fiel reflejo del mío propio. Bendito caos!!


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