Al pensar en las llamadas más inoportunas que he recibido en mi vida, la primera que me viene a la cabeza es una muy curiosa. Por aquel entonces yo tendría unos 14 años. Los sábados solía salir a merendar con mis amigos y, de vuelta a casa, en lugar de irme a mi hogar, prefería pernoctar con mi abuela. Las dos pasábamos la parte inicial de la noche viendo pelis y comiendo chocolate. En una ocasión, cuando ya dormíamos plácidamente, el teléfono sonó a las 4 de la mañana. Mi abuela descolgó y no entendió una palabra ya que el interlocutor era de habla inglesa. Me pasó el auricular y defendí mi honor como pude. Se trataba de un viejo amigo estadounidense de un tío mío. Los sábados siguientes se fueron sucediendo las llamadas y aquel tipo y yo comenzamos a compartir veladas. Hasta que por fin le expliqué que existía una cosa denominada “diferencia horaria”. Poco después de aquello, me arrepentí de haberle hecho entender al pobre yanki la hora española a la que solía abordarme, pues las llamadas cesaron y le eché de menos.
El primer problema de una llamada inoportuna consiste en tener que distinguir si te molesta más la llamada o el hecho de que esa llamada que debiera molestarte, en realidad, no esté causando dicha molestia.
(Imagen de: masquemonos.com)
El teléfono es un aparato singular sobre el que todos tenemos un sinfín de anécdotas.
¿Quién no lo ha calentado hasta quemar la oreja durante horas en la adolescencia? Llegabas a casa después del colegio o instituto, tras haber estado todo el día con tu mejor amiga, soltabas la mochila y llamabas por teléfono a esa misma amiga. Nunca podías parar de hablar con ella. De compartirlo todo. El problema, entonces, era la inexistencia de tarifas planas. ¡Cuántos castigos te supusieron las compañías telefónicas! Los padres, en su desesperación, ponían candados en los teléfonos. Algo risorio para ti, que al más puro estilo MacGiver habías logrado aprender a marcar por pulsos con la tecla de colgado.
¿Y qué me dices de todas esas bromas que gastaste por teléfono? ¡Ah! ¡Cuánto hay que agradecer al señor Graham Bell! Sin él la pubertad hubiese resultado miserable…
Pero tocaba crecer y madurar. Había que enamorarse. Eso dio paso a dejar de hablar todas las tardes con tu mejor amiga para hacerlo con un individuo de dudosa procedencia que traía por la calle de la amargura a tu madre y que, si te descuidabas, te metía mano en la parada del autobús. Sí, definitivamente con este tío había que hablar mucho por teléfono. Tanto que ninguno podía colgar. “Cuelga tú, no venga, tú primero… los dos a la vez!! Una, dos… has colgado??!”
Tantas horas consumidas con el dichoso aparatito llevaban por lógica, antes o después, a que alguno de esos tipos se convirtiera en “llamada inoportuna”.
En este sentido, recuerdo aquel novio alemán. Si ya era difícil entenderse en persona, ¡¿por qué se empeñaba en llamarme?! A veces, hasta le colgaba sin más.
Por si todas las llamadas a fijos no fueran suficientes, tuvieron que llegar los aparatos móviles. Evidentemente, las llamadas más inoportunas son siempre de tus padres. Claro está que nunca viene bien que te llamen.
Lo mejor del móvil es que puedes estar trabajando desde cualquier parte. Eso es genial. Una tarde de martes a las 16h puedes estar con tu portátil desde el sofá de tu casa. Aunque las horas de la siesta son muy peligrosas y, a lo mejor, resulta que has decidido compartir el sofá. Total, estás localizable en el móvil. Bueno, tampoco hace falta que cojas todas las llamadas, sólo las de emergencia… Y cuando la tarde alcanza su momento más álgido tu compañero de trabajo llama. Contestas porque no te queda otra. ¡Encima de que le atiendes te dice que te nota rara y que si estás bien!
El teléfono, una de las herramientas más necesarias en la vida actual ha creado una dependencia que nos obliga, en muchos casos, a auténticos retiros en los que permitirnos desconectar de él. Para colmo de males, si desapareces tres días incomunicado nadie entiende la necesidad de desconexión extrema.
Importunarnos unos a otros se ha convertido en un derecho social que nadie sabe cómo parar.
Me encanta, de hecho, decir “es que ahora me pillas en mal momento” y que me contesten “ah, perdona, pues seré breve”.
Hace tiempo aprendí que el teléfono de casa sólo sirve para que le cuelgue el cable de Internet. Al principio dejaba que sonara, si es que había cometido el error de dárselo a alguien. Pocas semanas después le quité el cable de línea. Por otro lado, el telefonillo también es un teléfono, así que decidí no descolgarlo jamás salvo que esperase a alguien.
Ahora sólo tengo que reeducarme con el móvil. Poco a poco lo voy logrando. Es importante empezar por no responder inmediatamente a todo. El móvil no sólo da paso a llamadas, también a mensajes, instantáneos, imágenes, twitts, estados, etc.
La actividad es tan constante que ya no somos capaces de distinguir qué es inoportuno y terminamos por creer que lo inoportuno es lo que en ese momento no nos apetece.
Este verano, tu terminal también se merece unas vacaciones…
CADA.
Hola Cada, que razón tienes, el móvil ya se ha convertido en un aliado estupendo de enfados, reprimendas y control. Si hasta se sabe con el Whatsapp la última conexión, si estás escribiendo o borrando, si lo has recibido y no contestas, y seguro que hasta cuando estás en el baño...en fin creo que este verano el móvil se queda en Madrid.
ResponderEliminarBesos
AJJAJAJA. Si... El "guasa" es más fruto de disputas que de conexiones placenteras...
ResponderEliminar¡Habrá que desconectarlo de vez en cuando y volver a apostar por los cara a cara!
Felices vacaciones,
CADA