¿Conocéis esa temida expresión que dice: “la belleza hay que
sufrirla”? Pues tan real como la vida misma.
Solía hacerme bastante gracia oírle a mi abuela utilizar con
sorna dicha sentencia. A mis 14 ya descubrí que ella estaba en lo cierto. Y
debía decirlo muy en serio, pues mi abuela fue una mujer muy guapa que dedicaba
su tiempo diario al culto de su propio cuerpo para estar bella ante los demás.
Como decía, a los 14 me di cuenta de que, verdaderamente, la
belleza es un sufrimiento. Creo que todo empezó cuando mi madre me dijo que
existían unos curiosos objetos llamados “pinzas de depilar” que mi entrecejo
agradecería… Bueno, yo estaba en plena expansión hormonal y quería gustar a los
chicos, así que decidí probarlo. Y mientras me caían los lagrimones tirando de
cada pelo, mi madre insistía en que ese dolor sólo lo notaría las primeras
veces.
Pero no se detuvo ahí la cosa. De las pinzas pasamos a la
cera, los tampax, los sujetadores con aros, las horas de secador y plancha, la
piedra pómez, meter tripa al caminar por la playa… y un sinfín de torturas más
que un día se convirtieron en la normalidad.
Miro a una muñeca Barbie, tan perfecta, con sus ojos tan
contorneados, su piel tersa, su pelo radiante y se reafirma mi teoría de la
cantidad de horas que esta chica debe dedicar al sufrimiento de la belleza.
Tantas que empieza a resultarme imposible que tenga su casa impoluta, sea
autónoma liberal, mantenga novio y salga con sus amigas, por no citar los ratos
que pasea a sus sobrinas… ¿Pero de dónde saca tanto tiempo y coraje?
Por desgracia, la belleza no es lo único que hay que sufrir
y también hacia los 14 empiezas a darte cuenta de lo que cuestan las cosas. Las
eternas negociaciones para que te dejen salir, los primeros desamores, la
bronca por un suspenso que era culpa del profe que te tenía manía, etc.
Con los años se endurecen las facciones y también la vida. Y
aunque cada vez que me depilo, completamente inmunizada ante el dolor, recuerdo
a mi madre diciendo que la piel se acomodaría y dejaría de sentirlo, me doy
cuenta de que el corazón corre el mismo riesgo de acomodarse, también él, a los
reveses de la vida. Miro a mi alrededor y encuentro cientos de ejemplos en
personas que parecen ya no sentir dolor. Durante años me han preocupado mis
excesivas muestras de emotividad y la carencia absoluta que tengo para ejercer
el control de la misma. ¿Por qué soy la que más llora en un entierro? ¿Por qué
se me saltan las lágrimas cuando veo unos padres preocupados en urgencias por
su hijo? ¿Por qué no puedo ver en televisión un accidente o un atentado? ¿Por
qué me parte el corazón que alguien se quede sin hogar? ¿Por qué no puedo dar
discursos que impliquen sentimientos?
Me llegó a obsesionar tanto mi incapacidad para controlar
los sentimientos públicamente que empecé a creer que debía tener algún problema
no superado de la infancia y que acabaría teniendo que aceptarlo y acudir a un
especialista.
Pero de un tiempo a esta parte he llegado a una conclusión
casi trágica: el problema lo tienen los demás y nuestra cultura es tristemente
fría. No sólo muchos seres humanos se autoprotegen de la sociedad mostrándose
fuertes, si no que acaban siendo incapaces de incluso llorar en la intimidad.
La sensación de vulnerabilidad nos aterra tanto que llega el punto en el que ya
no sólo nos preocupa parecerlo ante los demás, si no también parecerlo ante
nosotros mismos.
¿Qué tratamos de demostrarnos?
Yo he conocido gente que ha dejado de llorar. Y para ser
sincera, lo que me produce es pena.
Siempre se ha dicho que lo que distingue a los humanos de
las máquinas es la capacidad para sentir. ¿Sirve de algo sentir si no pueden
hacerse manifestaciones de esos sentimientos?
Recuerdo de nuevo a mi madre insistiendo en que el dolor sólo
lo notaría las primeras veces… Eso debe haberle pasado a la mayoría. Eso que, por la razón
que sea, aún no me ha pasado a mí.
Ahora soy ese bicho raro al que todos miran con extrañeza
porque se le saltan unas lagrimillas en las situaciones más insólitas. Pero ya
no me preocupa; ya no es un caso de ningún psiquiatra. Yo no seré la que sufra
por ocultar lo que siente; yo, en silencio, sólo sufriré por la belleza…
CADA.
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