Ser o no ser. Esa fue la cuestión para William Shakespeare en Hamlet alrededor del año 1600.
El existencialismo es una de las grandes preocupaciones de la humanidad. ¿Quiénes somos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es el fin último de nuestra existencia? ¿Qué podemos hacer para sentirnos realizados y darle sentido a todo?
Estas cuestiones son difíciles de responder. De hecho, sólo podemos dar un punto de vista sobre ellas, ya que si tuviésemos las auténticas respuestas estaríamos un nivel por encima de los seres humanos.
Así pues, para tratar de reorganizar la información y comenzar por un punto de partida que sea tangible a todos, podemos comenzar hablando de las experiencias.
Las experiencias de vida son aquellas vivencias que acumulamos día a día. Algunas veces, hablamos de la experiencia como algo que nos confiere sabiduría. También, solemos relacionar la experiencia con la edad como si se tratase de una proporción directa en la que cuantos más años tienes más cosas puedes saber sobre algo. Otras veces incluso hablamos de alguien como sorprendentemente muy joven y experimentado, quizá porque la vida le enseñó demasiado…
Sea como fuere, todo el mundo tiene experiencias en algún u otro sentido. Y, al fin y al cabo ¿qué no es experiencia?
A veces, experimentamos sensaciones tan importantes que sentimos que desde esa experiencia no hemos vuelto a ser la misma persona. Una vivencia puede cambiarte; puede producir en ti un giro de 180º. En ocasiones, cuando eso sucede, queremos hacer partícipes a otras personas de ese momento crucial para nuestra propia existencia. Pudo tratarse de algo positivo o negativo, pero sin duda concluyente. Al hablar de ello, exhalamos nuestras propias experiencias y tendemos a dar nombres y explicaciones a lo que pasó. Pudiera ser que debiéramos vivir sin más, sin buscar nomenclaturas a nuestras vivencias. La vida es algo que debemos continuar sin pensar demasiado en cómo se llama cada punto del camino. No importan los nombres, importan los pasos que damos. Importa la dirección que seguimos. Importan las metas que alcanzamos.
En un momento dado, no saber decir lo que nos pasa es una experiencia sin nombre que, de alguna manera, es importante tener y mantener. No pasa nada por tenerla. Es más, hay que vivir hechos que ni sepamos por qué los vivimos, ni les encontremos sentido ni explicación. A veces, tratamos de revelarnos el por qué de lo que ocurre. Queremos que todo sea racional y adquiera un significado. Pretendemos que las cosas que descuadran nuestra mente y actitud se configuren de alguna forma. Muchas veces he pensado el por qué de ciertas cosas y no me había dado cuenta de que el por qué no era lo importante. Sólo importaba el momento en el que, aquello que no cobró un sentido racional, supuso simplemente vida.
En nuestro camino, la mayor parte de las personas ansían la seguridad. Las personas, casi siempre, buscan una vida segura. Quieren una casa donde vivir, una familia a la que amar, un trabajo estable.
Yo, en mi corto camino recorrido, no busqué la seguridad. Busqué, casi con desesperación, la aventura. Mi obsesión constante ha sido que cada día de mi vida fuera diferente al anterior. Sin embargo, en esta búsqueda, me preocupaba por dar explicación a determinadas experiencias que trabaron mi camino en repetidas ocasiones. Pero hace poco, de pronto, ví la luz. Estaba bien buscar irrupción en la monotonía y estaba bien seguir un camino lleno de hechos inexplicables. Y es más, no debía explicármelos, debía aprehenderlos y continuar.
(Imagen de: blogs.ya.com)
Mis lectores bien sabéis que, mayoritariamente, mis post se orientan en una línea que trata de conferir verdad sobre ciertos aspectos, unas veces más transcendentes que otros. No es un secreto el pragmatismo con el que tiño mi discurso. Al principio, yo también dilucidaba sobre aspectos de la vida. Incluso participé en charlas de intelectuales y me dejaba embriagar por sus frases cargadas de discurso. Me dejé inundar por la utopía de los valores más subjetivos. Pero el tiempo pareció empezar a dotar de sentido los hechos. Y la verdad era que había que pisar suelo firme. La vida ahí fuera, donde no estaban los pensadores ni filósofos, era una merienda de tigres hambrientos. La lucha en el mundo real no era con palabras sino con hechos.
Hace unos días me di cuenta de que mi exceso de pragmatismo me había robado filosofía.
Hoy, quiero que todos y todas os dejéis llevar por vuestra filosofía. La filosofía que os permite divagar de vez en cuando. Aquellas ideologías que surgen cuando nadie escucha vuestros pensamientos. Esa noción que flota y da paso a experiencias únicas, no compartidas, que no encuentran un sentido pero que son tan auténticas como personales.
He oído que la filosofía no puede enseñarse. Yo no estoy segura de esto. Pues quizá creamos que no puede enseñarse pero, lo que sí pretendemos es dar en la clave para abrir los ojos de otros. Queremos transmitir. Deseamos hacerlo continuamente, tanto con nuestro discurso como con nuestra particular forma de mostrar enseñanzas a otros. Y parte de la enseñanza no transmite contenidos, sino que consiste en cuidar personas.
Insistimos en conocer el por qué; perdemos vida buscando explicaciones.
En esta existencia no todo tiene que encajar. Todo lo que vivimos no cabe en una sola subsistencia. No es posible darle una unidad a todo.
Al final, lo importante en la vida es lo que somos capaces de dejar en otras personas…
CADA.
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