Establecer tus propias reglas

Cualquier organismo, desde la más pequeña célula hasta la más sofisticada máquina biológica, tiene dos caras. Por un lado es un ser único, individual y fascinante por sí mismo. Incluso una ameba es capaz de sobrevivir, alimentarse y reproducirse. Pero por otro lado, también forma parte de una red mayor que da sentido a su individualidad. Efectivamente, una célula puede ser estudiada y comprendida como tal, pero pierde parte de su sentido si no se la considera como parte del sistema al que pertenece.

La introducción anterior es perfectamente aplicable a los seres humanos. Muchos de los problemas que nos agobian, nos martirizan y nos hacen infelices derivan de la falta de equilibrio entre estos dos aspectos básicos de nosotros mismos. De una parte individuos completos, maduros e independientes (en el mejor de los casos por supuesto)y de otra seres sociales envueltos y en algunos casos alienados en interconexión con una pareja, una familia, una sociedad, un estado…



Evidentemente mantener y cuidar ambos aspectos es fundamental, pero hoy me gustaría centrarme más en los posibles desencuentros que se producen cuando el aspecto social pesa más que el individual, cuando la balanza de los demás pesa más que la mía propia.
Como nos recuerda Jorge Bucay en “El camino de la autodependencia”, cada cual debe elegir su camino y luego decidir con quién recorrerlo. No podemos decidir quiénes somos o a dónde queremos ir en función del compañero de viaje que tengamos en cada momento.

El primer paso será entonces no caer en la tentación del dejarme llevar por las convenciones y establecer mis propias normas como individuo. Esto significa no sólo dejarme llevar por mis instintos y deseos sino también definir cómo y cuándo relacionarme, con quién, en qué sentido y bajo qué condiciones. Mi vida sólo me incumbe a mí y a la persona, personas o grupos con quien decido compartirla.
A lo largo de mi vida he visto (espero que a algunas también ayudado) muchas parejas carcomidas por la culpa y despedazadas por no poder atender a todas las demandas que desde uno y otro lado intentan normalizar la convivencia: A qué casa ir a comer los domingos, con quién pasar la nochebuena o cómo organizar el patrimonio familiar.

Voy a intentar decirlo alto y claro: “ES LITERALMENTE IMPOSIBLE QUEDAR BIEN CON TODO EL MUNDO, ASÍ QUE ÚNICAMENTE INTENTA QUEDAR BIEN CONTIGO MISMO”.

Malo sería estancarse por las decisiones que uno toma, pero mucho peor aún sería hacerlo por las decisiones que me hicieron tomar. Ser consecuente con lo que soy y con lo que he elegido es el mejor antídoto para poder defender mi postura y mi identidad personal.
Evidentemente ser coherente, creo que ya lo he dicho en alguna ocasión, supone la responsabilidad de aceptar las consecuencias de mis acciones. No puedo pretender salir corriendo a refugiarme en los brazos de otro (madre, pareja, jefe, compañero) a la menor ocasión en que las circunstancias no se corresponden con mis pretensiones. Si el mundo es aquello que yo elijo que sea, debo aceptar las configuraciones de la realidad que se me van presentando. Quizá eso me suponga tener que decir adiós a personas a las que quiero, o aceptar que ese compañero del alma decida dejar de acompañar mis pasos.

El miedo al abandono es sólo comparable al miedo a hacer daño a los demás, puesto que supone el reconocimiento de que me pueden hacer daño a mí mismo y claro, el “yo”, esa falsa identidad que me han hecho creer que tengo, se rebela ante la mera perspectiva del dolor. Pero en numerosas ocasiones crecer, siento tener que decirlo, duele, pero como toda circunstancia, el dolor también finaliza y termina cayendo en el saco del olvido. Hace tiempo, llevé a unos niños de excursión a la nieve. Teníamos varias opciones, pero finalmente decidimos llevarlos a la cima de una montaña. No era una caminata especialmente complicada, sin embargo, en las primeras rampas, la mayoría del grupo ya iba quejándose de la dificultad, hasta que uno de ellos, probablemente verbalizando lo que muchos pensaban, dijo en voz alta: “Para ir a ver la nieve no hacía falta venir hasta aquí, bastaba con acercarse a un Centro Comercial”. Puede parecer increíble, pero es estrictamente cierto. La generación actual ha aprendido que el dolor es un ente endemoniado que hay que evitar a toda costa, cuando en realidad no es más que un mensajero. Afortunadamente, una vez que uno llega a la cima, el dolor de la ascensión desaparece, porque el cambio de perspectiva es suficiente premio.

Para terminar me gustaría expresar una especie de canto a la esperanza: El abandono no existe, puesto que se basa en la sensación de ser abandonado y cualquier sensación es, por definición, voluble y pasajera. El abandono no es más que una oportunidad más para agradecer el tiempo que he compartido y la posibilidad de encontrar mejores compañeros de viaje que me lleven a la cima de la montaña. Quizá no entendamos por qué vamos a la nieve, pero os puedo asegurar que cuando llegas, la increíble sensación de estar en el lugar que te mereces, es el mejor bálsamo para curar todas las heridas del ascenso.

Un abrazo muy fuerte para todos y todas

EDU


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