DECIDIR O MORIR

Si tuviéramos que explicar en qué consiste exactamente la vida, probablemente lo que más acertado sería decir es que, la vida, va de tomar decisiones continuamente. Cuando tan sólo hace una hora que te has levantado de la cama, ya has tenido que resolver qué ponerte, cómo peinarte, a quién mandarle un mensaje de buenos días, si echarte café o colacao en la leche, coger el coche o ir en metro… Una sola hora despierto y tu cerebro ya ha dado respuesta y solución a cientos de pequeñas cosas de manera casi inconsciente y automática.

A lo largo del día todo irá a más, máxime si ostentas un cargo laboral que te sitúe en la encrucijada de tener que tomar medidas acerca de otros puestos de trabajo, económicas, de equipo, de reparto de tareas…

A veces estoy tan cansada de apostar por decisiones cruciales que soy incapaz de elegir en la carta del restaurante y pido a cualquiera que lo haga por mí. Es una especie de saturación que ha colapsado las mindundeces en favor de sólo saber a qué proveedores pagar y a qué clientes atender hoy. Esa locura permanente cierra toda posibilidad de saber qué me gustaría comer o en qué sitio me tomaría una caña.

Cuando en el mundo laboral se habla de delegar, nadie comenta que existe otro tipo de “delegue” consistente en que todo aquello que no reviste importancia para subsistir laboralmente lo haga otro. Dónde vamos de vacaciones? Cuándo? Dónde nos alojamos? Visitamos a la abuela? Comemos en ese restaurante? Nos compramos un helado de tutti frutti? Y yo qué sé!!!!!!! Aaaaahhhhhh

A la gente suele sorprenderle mi capacidad para reconducir una situación extremadamente compleja mientras denoto completa incapacidad para saber si quiero ponerle o no nata al batido de fresa.




El cerebro necesita un respiro. Y, como ya suele ser costumbre mía decir, casi todo tiene que ver con el tiempo del que se dispone y con cómo éste ha sido repartido.

En esta marabunta que mucho hemos decidido vivir, se gesta un caos que a algunos puede resultarnos delicioso. Seguramente nos pasemos media vida llorándoles a nuestros amigos cuán desafortunada es nuestra situación con tanta decisión que acaparar; sin embargo, al mismo tiempo, no podremos ser de otra manera y tendremos que asumir que, no sólo ésta es la vida que hemos elegido, sino que, además, nos encanta. Y así es como se llega a la conclusión de “Te pasan cosas porque pueden pasarte”. Quien no se sume en ese profundo caos del que hablo, necesariamente tiene menos experiencias de vida y, por tanto, menos posibilidades de que le acontezcan los horrores de vivir al límite.

Pero vivir al límite, o como alguien hace poco me dijo: peligrosamente, implica limitar ese tiempo tan preciado en el que las decisiones empiezan a tomarse según lo que apremia más en lugar de según lo que más satisface mis deseos.

Nos guste o no, el tiempo está ahí. Yo ni lo doy ni lo quito. Yo no voy a detenerlo ni hacerlo avanzar. Pero la experiencia ya me ha enseñado que puede ser un mal compañero de viaje. Suele jugar en contra. Así es como se forja decidir o morir. Así es cómo se concluye que, a pesar del tiempo, sólo quiera continuar transitando.

Por seguir rebuscando en la basura la firmeza de mis decisiones, ésta es la semana en la que he puesto los puntos sobre las íes, pretendiendo dar consideración a mis opciones, para que todo el mundo las hiciera comprensibles, cristalinas y no llamasen a la sorpresa en un futuro.

Mientras tomaba medidas supuestamente importantes en pos de la banalidad, resolví algo vital; yo, en la vida, he decidido competir sólo conmigo…


CADA.

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