EL EFECTO BOOMERANG

¿Si nada es casual, todo es causal? Nos pasamos la vida preguntándonos el por qué de las cosas. Sin duda ésta es una de las bases del existencialismo. Un sinfín de porqués  a los que cuesta darles salida. Pero el más importante de todos es aquel que hace de la lucha cotidiana un cuestionamiento constante: por qué me ocurre esto o aquello, por qué me pasa esto a mí. El autoconsuelo es la cura para el alma. La justificación de que todo tiene una razón de ser. Por tanto, ¿no existen las casualidades? ¿Todo forma parte de un complot, un plan preestablecido para mí?

¿Cómo valorar la vida lo suficiente cuando viene cargada de ciertos matices? Quizá ese es precisamente el punto de inflexión. La parte negativa del invento contribuye en la valoración de la positiva. Si no sopesáramos lo malo, no apreciaríamos lo bueno. En ausencia de castigo no hay premio. Un soleado campo de flores no es bello si nunca ha llovido sobre él.

Ante la adversidad, toca ponerse el traje del coraje. Un traje que tiene una etiqueta con unas especificaciones muy concretas: “Utilizar alegre y sonriente; con la fuerza de llevar a la práctica los proyectos que te dicte el corazón, pase lo que pase y pese a quien pese; sin dar jamás ni un paso atrás; manteniendo constante la actitud adecuada para promover los cambios necesarios; empleando este traje para ayudar a los demás, con la finalidad de hacer feliz a quien lo porte y a todos los que le rodeen.” Sin duda, esta prenda es una gran responsabilidad…

Hace poco un amigo me aseguró que él siempre estaba sonriente para hacer feliz a los demás y, de esa forma, sentirse feliz él mismo. La risa no es sólo exterior; contagia al alma. Es fundamental vestirse bien por fuera y por dentro. Empezar por la parte externa no es mala idea si no se puede comenzar de otra manera. Levántate y elige tu mejor ropaje. Aquel que te haga sentir bello. Pórtalo con elegancia y dignidad. Poco a poco tu atuendo te envolverá y absorberá tu piel, tus huesos, tus órganos. Impregnará tu ser y terminará por confundirse con tu esencia.



Primero vestir al ánimo de felicidad para que se empape de la misma. Seguidamente, estar en disposición de compartírsela al resto. ¿Ayudar? No parece una tarea fácil. Puedes despertarte una mañana con el firme propósito de colaborar con los demás. Hoy es una especie de día misionero en el que no piensas irte a la cama sin haber hecho una buena obra; pero una de verdad, no por quedar bien; ni siquiera por sentirte mejor. No se trata de una palmadita en la espalda. No es eso. Es necesidad de dar lo que necesitas que también a ti te den. Pues bien; en realidad es tan sencillo como no hacer nada. La sola predisposición es suficiente para que, sin darte cuenta, actúes. La primera vez que sientes la necesidad de ayudar crees que no es una tarea fácil. Tres horas después puedes descubrir con gran asombro que ya has hecho dos cosas clementes por los demás. No tienes que ir a ningún sitio. No debes buscar a los más desafortunados. Todo el mundo necesita algo que tú mismo puedes ofrecer.

Aunque uno mida las consecuencias de sus actos, nunca es plenamente consciente del efecto boomerang de la vida.
Creemos sin lugar a dudas que todo en la vida tiene una consecuencia, por lo que tendemos a premeditar nuestras actuaciones en función de lo que podría suceder a continuación, como si de un tablero de ajedrez se tratase. Si muevo este peón me comerán el alfil. Si arriesgo tanto acabará pronto la partida. Sin embargo, el riesgo nos embriaga. Hay un picorcillo interior lo suficientemente atractivo como para pensar que las consecuencias de un acto tan sublime no pueden ser peores que perderse tal éxtasis. Y es cierto. Básicamente porque la jugada ya ha sido estudiada desde todos los ángulos posibles y aquello que sea factible se ha tenido en cuenta. Todo menos una cosa: El efecto boomerang. Y este maldito (o bendito) efecto de la naturaleza ocurrirá. No en el momento, pero ocurrirá. Con las mismas piezas y en el mismo orden, la vida colocará a cada jugador en su punto de inicio y les mirará uno por uno a los ojos. Así pues, aunque sientas el vacío interior más grande e injusto de tu existencia, sabrás cuánto te merecías todo aquello. Y, por ende, es lógico pensar que lo idóneo es pasar los momentos conscientes sonriendo y ayudando; pues nadie querría otro efecto boomerang distinto a ser sonreído y apoyado.

Sin embargo, aunque la torre de naipes esté inestable, si sólo nos queda una carta en la mano tenderemos a ponerla. La vida decidirá si tu castillo debe o no debe continuar en pie y por cuánto tiempo. Y esa construcción sólo dependerá del único rincón de la mente que puede preservarse de todo: la fortaleza. Porque es cierto que existe un fuerte y ese no es otro que el que se hizo a sí mismo; el que asumió que para elegir siempre hay que dejar algo. El que aceptó que perder lo querido es doloroso pero necesario.

Cuando todas las cartas que se levantaban en montaña están esparcidas por el suelo, conviene elegir a la que esté en mejores condiciones para soportar la torre de nuevo. Este castillo de naipes es diferente, porque ya ha visto de qué lado sopla el viento…

CADA.

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