OBLIGACIONES LAS JUSTAS

La libertad siempre ha sido un sueño ansiado. Es uno de los bienes más preciados de la humanidad. Durante siglos ha servido, y sigue sirviendo, como medio y como fin de las más cruentas ideologías y, también, de los más loables deseos.

Sin embargo, la libertad está sobrevalorada. Y es tan alta esa sobrevaloración que no nos ha quedado más remedio que legislarla. La hemos encerrado entre cuatro paredes cuyos nombres son: derecho, democracia, legalidad y moralidad.

Con el paso del tiempo, en la temprana madurez, uno empieza a darse cuenta de que una de las cosas que más necesita es la capacidad de sentirse libre. Pero el día a día es un yugo continuo que se ha convertido en una agoniosa rutina en la cual las obligaciones y la falta de tiempo coartan los deseos de, simplemente, “volar”.

De esta forma, una mañana de domingo estival te sorprendes a ti mismo tumbado al sol, sobre un manto de hierba, con los brazos cruzados bajo la nuca, mirando unas nubes vaporosas que se mueven hacia el sur. Suspiras y te sientes bien. Respiras como si necesitases tragarte toda esa inmensidad. Estás apreciando la libertad. La bondad de la vida por regalarte ese instante. La fortuna de poder tenerlo.

Pero sobrevalorada. El resto de la semana ha sido una soga que se anudaba más y más entre montañas de trabajo, compromisos ineludibles y noches en vela.

Una vida demasiado repleta de obligaciones para poder apreciar el merecido regalo de sentir el sol.

Pagamos un precio excesivamente elevado por la “libertad” y, para colmo, somos esos ilusos que creemos que de otra forma no estimaríamos lo que tenemos. ¿De verdad hace falta tanto?

Quizá estemos pasando por alto que la palabra NO es mucho más liberadora y necesaria de lo que pensábamos. Porque al fin y al cabo, cada NO puede ser un autocumplimiento más.

¿Cuántas obligaciones tenemos? Es más, ¿cuántas a lo largo de, solamente, un día? Por ejemplo, levantarse al sonido del despertador, llegar a una reunión puntualmente, acompañar a un familiar al médico, sacar al perro, hacer la comida, planchar esa camisa, visitar a un cliente, terminar un informe… y un largo etcétera que se limita a 24 horas. ¡Exorbitante para cualquiera y excesivamente extensivo para la población general!




Hoy voy conduciendo por la carretera de La Coruña. Salgo de Madrid a primera hora y voy contra el tráfico. Me dirijo a Las Rozas, a una reunión de trabajo. Se trata de una mañana muy fría pero soleada. Los primeros rayos se apoderan de mis pestañas. De fondo, una música me acompaña. A mi derecha, un cartel me indica los kilómetros que quedan para llegar a Orense. Mi imaginación me está traicionando. ¿Y si me paso el desvío de Las Rozas y continúo? ¿Y si siguiese conduciendo y me sorprendiese a mi misma en Orense? ¿Por qué no?

Porque tengo obligaciones. Ya tendré tiempo de disfrutar en otra ocasión. Ya planearé unas vacaciones…

Y entre una obligación y otra los meses van cayendo uno detrás de otro, hasta que un día cuentas con los dedos la cantidad ingente de tiempo que llevas sin darte un gustazo y descubres tristemente que te falta mano.

Conocí a aquella mujer que se compró un camisón de seda y lo guardó para una ocasión mejor. Conocí a aquel hombre que tenía una botella de vino de 47 años que nunca abría. Y jamás hubo una ocasión mejor en la que estrenar. Y un fatídico día la botella se estrelló contra el suelo.

¿Cómo era aquello de Primero la obligación y luego la devoción? Pues mire usted, según con quién, cómo y cuándo. Porque yo también existo y necesito mi espacio.

El trabajo es un deber inexcusable. La familia viene dada. La sociedad es un bien necesario. Y yo, soy ese tipejo ignorante que se mueve entre montañas de papel en un despacho, sale del mismo para satisfacer las demandas familiares y encuentra alguna que otra distracción entre el funeral de la tía de un amigo y ayudar a un vecino a montar un mueble de ikea.

¡Basta! No todo en la vida es faena, familia y ayudar al resto. De verdad que no. Los compañeros de trabajo, la estirpe y la sociedad en general deben ejercitarse en dejar de obligar. Tenemos que aprender a valorar la libertad con todas sus letras. Tenemos que asimilar cómo respetar los deseos ajenos sin juzgarlos.

¿Por qué está mal tumbarse una tarde en el sofá de casa y no contestar al teléfono? ¿Por qué está mal no visitar hoy a la abuela? ¿Por qué está mal pedir un día libre para tirase por la nieve con un trineo?

Somos patéticos. Durante décadas nos han invadido tristes generaciones que nos han llenado la cabeza de un supuesto cómo deben ser las cosas. Y en ese supuesto cabe criticar a quien se tomó un día de descanso, a quien no cenó en casa, a quien no me cogió el teléfono cuando a mi me daba la gana.

¿Por qué el trabajo esclaviza y todo el mundo apoya el sistema? ¿Por qué me miran mal si un día no hago lo que la gente tiene por costumbre ver en mí? ¿Por qué hasta la familia es una obligación?

Y de pronto, alguien se miró en el espejo y descubrió surcos en su cara. Eran la inevitable marca del paso del tiempo. Huellas imborrables que ya ni sabía a qué le recordaban. Unos ojos empequeñecidos y cansados; exhaustos de mirar un rostro que ya ni reconocía. ¿Quién eres? ¿Qué has hecho todo este tiempo? ¿Qué puedes contar de tu paso por La Tierra?

Ojalá la felicidad de una persona se pudiese contar por los surcos de su cara, por las marcas que hubiese dejado la risa como huella. Ojalá la vida fuera una competición para tener más y más marcas que demostrasen a todos esos momentos felices, ajenos a la obligación, LIBRES…

CADA.

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